Sus raíces se remontan a la Noruega del siglo XIX, con un estilo parecido llamado Teser que se convirtió en la opción habitual entre los pescadores y la clase trabajadora. En la década de 1930, el diseño del zapatero ambulante Nils Tveranger, el llamado Aurland, una combinación de los Teser y los mocasines de los nativos americanos, impresionó tanto a la entonces joven revista Esquire que inmediatamente buscaron el equivalente estadounidense. Esto se traduciría en los primeros mocasines tal y como los conocemos hoy en día, el ‘Weejeun’ (corto en noruego) de G.H. Bass, que se completaba con una tira de cuero en la parte delantera.
Esquire seguiría forjando la reputación del zapato como la opción informal de la élite, y no tardaría en aterrizar en los campus de la Ivy League, donde los estudiantes lo adoptaron como una opción versátil y accesible para el día a día. Incluso se llegarían a introducir dos centavos detrás de la tira delantera para acuñar el término ‘penny loafers’ (‘mocasines de centavo’): un momento global del inherente carácter juguetón del mocasín como objeto de elegancia.